martes, 24 de abril de 2012

Todo lo que hago y escribo tiene un origen común: el dolor. De ahí, voy borrando y volviendo a escribir. Eso me pasa también en la vida, en lo cotidiano. Creo que a todos nos debe pasar algo parecido. No sé cómo vivirán la vida los espíritus inertes. No conozco las reacciones de las estatuas que caminan. Suele suceder, entonces, que el dolor se vuelve escudo, algo con que aferrarse a este mundo. Vienen, luego, las preguntas de los que no entienden. Las respuestas de los charlatanes, de los que se creen psicólogos, de los que nunca supieron llegar a la orilla. Y uno escribe, claro, escribe desde el dolor y escribir desde el dolor suele ser doloroso. Valga la redundancia. Se escribe con una mano y con la otra se ahoga pero se escribe, al fin. Entonces, la cuestión no pasa por un dolor doméstico sino por un dolor que, en el mejor de los casos, debiera ser domesticado para no pasar de largo. Por eso, digo lo de la orilla. Y suele suceder que hay distancias entre los discursos, entre las palabras, entre las convicciones. Y quién pudiera aferrarse a la vida con un dolor domesticado. Ya es tarde, supongo que los niños dormirán en sus sueños. No te atrevas a encender la luz. No es posible la tristeza en la inercia. Vivir es un oficio.