domingo, 11 de julio de 2010

Encuentro con Víctor Redondo por Carlos Besoaín

XVI Feria Provincial del Libro

En la noche desnuda del 1º de marzo, en el Círculo Policial, los poetas Víctor Redondo y Carlos Besoaín se encontraron degustando una cena en noche de confesiones. Al día siguiente, a partir de las 10 de la mañana, Redondo dictaría un taller de poesía para jóvenes y a la noche presidiría una mesa en la que el libro de poesía es material de resistencia.

Por Carlos Besoaín

Serían cerca de las ocho de la noche. Era el 1º de junio de 2010. Felipe Cervine, que comparte el trabajo literario en la Biblioteca Pública y Provincial Juan Hilarión Lenzi, me dijo: “Che, habría que pedir un baucher para que Víctor no coma solo”. Lo miré. Yo estaba muy cansado. Recuerdo que le hice caras. “¿No querés ir vos?”. “Sabés lo que pasa… estoy muy cansado… Estoy desde las nueve de la mañana”.

Hice muchas cosas. Luego, estuve con humor para ir a cenar con el poeta Víctor Redondo en el benemérito y entrañable Círculo Policial.

Pido el baucher a Lorena, mi jefa, y me lo da, después de hacerme un chiste.

Me siento a hablar con mi última cita de trabajo: el escritor Oscar Benard de El Chaltén, que dice: “Si tenés que ir a algún lugar, nosotros te acercamos. Después tenemos otras cosas que hacer”. Terminamos de hablar de una mesa de poetas que originalmente era la presentación de Víctor y que el autor y editor decidió compartir con Felipe Cervine, un poeta de apellido Solá, maestro de Benard, él y yo. Nos pusimos de acuerdo en que hicieran una gacetilla para difundir las actividades de este poeta cordobés, quien, como ya dije. Empaqué mis cosas y nos fuimos.

Quedamos, en la entrada del Círculo Policial, mientras Benard mantenía el motor encendido de su auto, que llevaríamos a ambos poetas, a la tardecita del día siguiente, a Punta Loyola, en la desembocadura del río Gallegos. Sitio mágico, donde confluyen varias fuerzas de la magia.

Antes, Felipe había llamado al poeta Jorge Curinao para que nos acompañase durante la cena. Yo sabía que Jorgito no iba a ir, pero abrigaba una tibia esperanza de equivocarme.

Abrí la primera puerta del restorán. Soñé con reunir, en una comida, a ambos poetas, pero no me permití seguir soñando. Abrí la segunda puerta y ahí estaba Víctor, entre las mesas, saludándome con la mano y dedicándome una sonrisa. Entonces pensé: “Qué bien hice en venir”.

Estaba tomando una cervecita. El ambiente era cálido a pesar que afuera corría una helada brisa nocturna. Lo saludé y me dispuse a sentarme. Me saqué el chaleco polar y luego la campera. Me senté. Ví que tenía pocos cigarrillos en su atado de Particulares, entonces saqué los míos dispuesto a convidar: durante la tarde yo había fumado de los suyos.

Me costó trabajo llamar al mozo. Parecía que nos habían olvidado. Como veníamos de la Feria del Libro tal vez nos despreciaban…

El mozo acudió a mi llamado. Era un muchacho de barbita tipo candado pero más pequeña, todo vestido de negro.

“¿Nos pueden servir el menú?”, le pregunté. “Sí”, contestó, “ahora les traigo”.

El bife a la criolla estaba exquisito. Envié mis felicitaciones al cocinero. “Se lo voy a decir”, me dijo, “se lo voy a decir ahora”. “La muerte diluye momentos como estos”, pensé.

Pedimos un vino de la casa y nos trajeron una botella de Los Haroldos.

“El vino hay que pagarlo”, dijo. “No te hagás problema”, le aseguró Víctor, y yo afirmé con un movimiento de cabeza.

Qué rica estaba la carne. Las papas. El moroncito. El mismo jugo desprendido de la carne.

Jorgito Curinao

“Che, ¿cómo es Jorge?”, preguntó Víctor a quemarropa.

Le dije que era tímido, educado, correcto, solidario y buen poeta. Le conté que un día apareció en el Taller a mostrarme su trabajo. “En los quince años que escribo nunca se lo mostré a nadie”.

Le dije a Víctor que cuando me trajo el laburo vi dos líneas muy marcadas en la producción: una, influenciada por Mario Benedetti, la otra, por Alejandra Pizarnik. Le dije a Víctor que le había recomendado a Jorge que eligiera la apretada tensión de los poemas que seguían la línea de la Pizarnik, y que del compendio tenía que salir un libro ganador de Selección Mi Primer Libro. Y así lo hicimos. Y fue seleccionado.

Víctor asentía. Me miraba con interés. Es un hombre que escucha, tal vez demasiado, y come extremadamente lento. Antes, poco después del mediodía, se había comido toda la porción de pastel de papas, que no le gustaba. “Es disciplinado y educado”, me dije.

Le conté que Jorge cuidaba a sus seres queridos y que había sufrido mucho. Le gustó mucho lo de de que cuidaba mucho a sus seres queridos… Le dije además que podía estar horas y horas, durante la noche, corrigiendo un breve poema; que era obsesivo como yo, “como nosotros”. Asintió con la cabeza. El poeta Víctor Redondo mostraba cada vez mayor interés. No hay que olvidarse que 24 horas después estaría presentando Plegarias del humo, el último libro del poeta-ángel Jorge Curinao, en la Sala Luis Villarreal, del Complejo Cultural de Santa Cruz, en la ciudad de Río Gallegos.

Estaba seguro que lo que le había contado le serviría de contexto para la lectura de estudio que haría de la obra y así ofrecer conceptos centrados en la charla.

Patagonia y poesía: patasía

Víctor me habló de Artola, en Río Negro; de Soledad Davis, en Chubut; de la extraña y exquisita poeta fueguina, Lazaroni. Me dijo que cierta vez, junto a Osvaldo Bayer, estuvieron en un serio aprieto: un malón de estudiantes adormecidos los atacó en Comodoro y entonces tuvieron que actuar: debían darles una charla de poesía y literatura y qué hacemos: “no te preocupes”, le dijo Víctor al viejo consagrado, más sagrado que con: ¿alguna vez se dieron cuenta que el Indio Solari es uno de los mejores poetas del habla argentina?… “¡Y ahí nomás los desinteresados pibes se engancharon y fue un éxito!”.

Me dijo que tuvo el honor de reeditar las obras del viejo Asencio Abeijón… “Memorias de un carrero patagónico”, a lo que el editor y librero Mario Pazos, a quien hacía un par de segundos yo acaba de presentar, comentó: “Tremendo escritor…”.

Todo iba sucediéndose como una noche feliz plena de risa. De esas noches que no se pueden olvidar, aunque la materia de la alegría es fácilmente olvidable y sólo recordamos todo aquello que nos hace sufrir. “La memoria gusta del dolor”, pensé.

Trabajo

Víctor Redondo dijo que estaba terminando una novela, que era la continuidad de una primera y me consultó acerca de si acaso debía editar las dos en una. Le dije que sí, porque yo nunca leí la primera y “pagaría por tener las dos”. “A vos te las mando. Dejáte de joder”, me dijo.

Le gustó la idea de reeditar ambas en un solo volumen. “Si esto llega a suceder, quiere decir que he contribuido a cambiar la historia argentina”, me dije.

Víctor comentó que tiene la certeza de estar terminando un libro de poesía porque ya encontró el tono después de mucho garabatear.

Jorge Curinao me contó que Víctor escribe largo y es muy bueno.

Mujeres y chao

Hablamos de mujeres. Me dijo que su novia lo erotiza y yo le comenté que mi mujer me obnubila a no dar más. Se sonrió. Comentó que hay mujeres hermosas que son amargas y no sirven para nada. Asentí con la mirada. “Mozo”, dijo. “La cuenta”. Dejáte de joder, Víctor… Yo te ayudo”. Me asustó su mirada de ofendido y no quise decir más.

“Lo más lindo en las mujeres es que tengan humor”, pensamos al unísono.

“Bueno”, dijo Víctor, “mañana bien temprano hay que trabajar”.

Lo dejé en la calle Roca yéndose al Apart Hotel Austral, sobre esa misma vereda, derechito, hacia el sitio donde iba a descansar su infatigable cabeza de poeta, su corazón que se condolía con el aneurisma de Cerati, su memoria que lamentaba la vida desperdiciada de Héctor Libertella, sus ojos que nunca entendieron las aberraciones de la dictadura militar, su melena canosa que bailaba con la brisa helada de la noche, sus manos delgadas de hombre del intelecto, su bigote blanquecino mil veces peinado con las manos, su mirada de caballero, su cuerpo de delgado de editor de poesía.

Yo me perdí en la noche. Es algo que sé hacer.


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